Nuestra Señora de la Salud

Nuestra Señora de la Salud, Estudio histórico artístico

Para realizar un estudio sobre el valor artístico de la imagen de Nuestra Señora de la Salud, Titular mariana de la Pontificia y Real Hermandad del Santísimo Sacramento y Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús en Su Soberano Poder ante Caifás, Nuestra Señora de la Salud y San Juan Evangelista, debemos comenzar analizando la figura y la obra del imaginero Luis Ortega Bru. No pretendemos trazar un estudio biográfico completo, algo que no tendría lugar en tan reducido espacio textual. Nuestra intención es presentar una breve semblanza del hombre, del artista y, especialmente, de su vinculación con la Hermandad de San Gonzalo. Nos gustaría también que este breve trabajo sirviera de alguna manera para abrir cauces y plantear dudas sobre la comprensión y conocimiento de la actividad vital y creativa de este imaginero, analizada, en demasiadas ocasiones, desde planteamientos y lugares comunes aceptados sin sentido crítico y con evidente carencia de datos históricos contrastados. Los testimonios proporcionados por los que convivieron o trataron personalmente al artista y su entorno son fundamentales para conocer sus inquietudes como ser humano y pueden proporcionar referencias muy importantes. Pero la Historia del Arte se hace desde el rigor del método científico y no sólo desde los recuerdos y las añoranzas. Igualmente deseamos aclarar que nuestra intención es comentar aquí únicamente de la faceta artística de Ortega Bru como imaginero, por otra parte la capital de su trayectoria.

A modo de introducción.

El arte de la imaginería religiosa parecía un episodio caduco y decadente en la escultura española al iniciarse el siglo XX. El proceso de desacralización del arte en el XIX redujo drásticamente los niveles de calidad en la producción piadosa, así como, también, la demanda; aunque esta situación en general merecería una reflexión histórica mucho más profunda, especialmente en el caso sevillano, y en la que no podemos detenernos aquí. La estatuaria civil parecía triunfar, requerida por los poderes públicos o por las clases burguesas, frente a la temática religiosa que había perdido clientela en una centuria decimonónica llena de avatares políticos y desamortizaciones de bienes eclesiásticos. Un nuevo concepto de moral cívica se imponía a las tradiciones de otros tiempos y a sus manifestaciones externas. La escultura y los escultores españoles, inmersos en la vorágine triunfadora del mundo académico, se alejaron del arte sacro o bien registraron en él una labor muy desigual condicionada por las circunstancias del entorno. El horizonte temático iluminó, por fortuna, nuevos campos a la creatividad, pero oscureció el más destacado, el que mayor identidad había dado a la escultura española hasta entonces, la imaginería. Es cierto que el simbolismo recuperaría a inicios de la centuria pasada el sentido piadoso al concebir el mensaje escultórico, pero casi siempre con un mensaje icónico ligado al ser humano y no a imagen sagrada. No puede decirse, hacia 1900, que fueran tiempos halagüeños para la imaginería procesional española, amenazada además por el desarrollo de una intensa producción de obras seriadas surgidas, inicialmente, en talleres de Cataluña.

Las directrices estéticas de la escultura española del siglo XIX fueron trazadas oficialmente por las academias artísticas, que controlaron las ideas creativas y la formación de los jóvenes escultores. A este respecto, los dictados de la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid fueron esenciales. Otras academias provinciales le siguieron, destacando por su vitalidad en el campo escultórico la de San Jordi o de La Lonja de Barcelona. Durante más de medio siglo decimonónico el Neoclasicismo llenaría de ideales y figuras mitológicas el panorama español. Más adelante, el Romanticismo aportó la imagen histórica como sello, triunfando su espíritu creativo en exposiciones oficiales y adornando las ciudades con monumentos públicos, tipología escultórica que alcanzaría gran apogeo en la España del último cuarto del siglo XIX. Este último período es conocido en la Historia como la etapa de la Restauración borbónica y, en el mismo, un realismo, habitualmente enfático, y un cierto naturalismo, casi siempre anecdótico, llenaron el panorama escultórico hispano. Ambos conceptos creativos estaban totalmente alejados de la estética barroca a la que sólo se aproximaban en la teatralidad, divergiendo en el carácter de su retórica.

A lo largo del siglo XX la escultura española experimentará un claro proceso de recuperación tras la decadencia de los dos siglos anteriores (exceptuando a algunos creadores como, por ejemplo, el murciano Francisco Salzillo). Nombres españoles figurarán entre los más destacados de las vanguardias artísticas internacionales: Pablo Gargallo, Julio González, Pablo Picasso y Eduardo Chillida; sólo por citar los de mayor resonancia. Comenzando la centuria, y acompañando al realismo académico anterior que se mantendrá durante todo el siglo y cuya figura en ese momento es el valenciano Mariano Benlliure, las transformaciones en la escultura española se sitúan en dos ámbitos geográficos esenciales: Cataluña y Madrid. En el sector catalán, el más cosmopolita y renovador inicialmente, el Modernismo-Simbolismo gestado en la etapa anterior finisecular decimonónica, apoyado por el nacionalismo político, será el germen artístico del denominado como “Mediterraneísmo” o, indebidamente, Clasicismo Mediterráneo; convenientemente apoyado por el naturalismo europeo, expresionista y crudo en lo figurativo, del que la máxima figura fue Rodin. Estos movimientos, con algunas incidencias en el resto de España, sobre todo en el País Vasco, constituirán los arranques de las vanguardias del siglo XX en la escultura española.

La evolución escultórica en Madrid surge de la reinterpretación que del realismo barroco castellano y andaluz se hace sobre la base ideológica, fundamentalmente, del Regeneracionismo español del noventa y ocho y más adelante desde las bases ideológicas socialistas. La grandilocuencia de las formas académicas institucionales derivó hacia la esquematización figurativa realista, siempre vinculada con el análisis profundo del ser humano. El resultado más acreditado fue la corriente denominada Expresionismo Castellano, con artistas como Julio Antonio, Emiliano Barral o Victorio Macho. En el resto de España la vía abierta por este nuevo realismo dio origen a muchos caminos e interpretaciones personales, como el magnífico trabajo del escultor cordobés Mateo Inurria, e incluso derivó hacia ciertos regionalismos escultóricos.

Pero el arte imaginero no había desaparecido en este complejo panorama, a pesar de las difíciles circunstancias esbozadas en las palabras anteriores. Los ámbitos provinciales españoles mantuvieron la llama de la escultura en madera polícroma. Andalucía fue un buen ejemplo de ello. Es cierto que el tono creativo sería, en líneas generales, discreto a lo largo del siglo XIX y a inicios del XX. Pero la sensibilidad popular requería de la imagen procesional como expresión de los ritos que le eran propios. Con altibajos, la revitalización de las cofradías de penitencia desde mediados del siglo XIX  provocó renovaciones patrimoniales en las corporaciones, restauraciones o cambios por el deterioro de las imágenes. Ya en el XX, la fundación de nuevas hermandades aumentó el campo de acción y la demanda de la imaginería procesional, así como de las actividades artesanales que giran alrededor de las procesiones de Semana Santa.

En Sevilla la imaginería decimonónica, manteniendo la tradición representativa del barroco, registra la introducción del Academicismo neoclasicista desde el último cuarto del siglo XVIII. Nombres como Cristóbal Ramos y Blas Molner, avalan este recorrido. El espíritu romántico tuvo muy poca incidencia en la ciudad, destacando en imaginería la producción mariana de la familia Astorga. Finalmente, durante la segunda mitad del siglo XIX, eclecticismo y realismo dieron como resultado una actividad imaginera discreta con nombres como Manuel Gutiérrez Reyes Cano o Emilio Pizarro. Lamentablemente el mejor escultor sevillano de aquel siglo, Antonio Susillo, no registró una labor destacable en el campo de la escultura procesional, salvo la restauración de las imágenes de la Hermandad de la Amargura, Virgen y San Juan, tras el desgraciado incendio del paso de palio de 1893.

Al iniciarse el siglo XX, la actividad en la escultura policromada procesional se encontraba en Sevilla inmersa en un tono creativo ciertamente modesto. La tradición escultórica mantuvo el germen dejado por Susillo a través de sus discípulos y contemporáneos: Joaquín Bilbao, Lorenzo Collaut Valera o Antonio Castillo Lastrucci. Diversas tendencias registrará la escultura local en las primeras décadas de la centuria: eclecticismo, historicismo, clasicismos renovados, toques de modernismo; todo ello fiscalizado por la órbita académica que controlaba la enseñanza. Pero la renovación imaginera neobarroca ya estaba sembrada en la escultura sevillana del siglo XX. Los nombres más destacados pronto comenzarían a dejar su huella de juventud y renovación. Antonio Castillo Lastrucci, Sebastián Santos o Antonio Illanes, entre otros destacados artífices, serán punta de lanza de esa auténtica Edad de Plata que fue este período en la imaginería local. Todo este desarrollo se aleja completamente de los cauces de la escultura internacional de la época. La ruptura artística hacia las vanguardias, Cubismo y Surrealismo, comienza a hacerse evidente en la escultura española hacia 1920, tanto en Madrid como en Barcelona; a la sombra de los artistas de mayor prestigio que formaban parte de la llamada “escuela de París”. Cuatro años antes de esa fecha había venido al mundo un hombre de talento innato para la escultura y el imaginero más renovador de la imaginería sevillana; Luis Ortega Bru.

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